lunes, 13 de septiembre de 2010

¡YO SIEMPRE ESTUVE CON JORGE!

Corrían los últimos días del mes de diciembre de 2009, la efervescencia política ya estaba en modalidad automática, comenzaban a dilucidarse escenarios, posibles rutas y caminos para la selección interna del candidato a gobernador por el PRI. Muchos se resistían a ver las señales obvias que emanaban como caudal de río desbordado. Que si debe ser tal o cual, que el tercero en discordia, que deben dársela a Rosas, que la unidad… tal vez la ceguera era producto de la gran cantidad de luz.

Comenzaron los golpes bajos, las amenazas, la guerra sucia…y no hablo de la campaña, ni siquiera de la pre, sino de los que ocurría desde enero de 2010 al interior del PRI. Que si el gobernador está siendo influenciado, que si se olvido de su equipo, que debe preguntarles a ellos antes de tomar una decisión. Rumores iban y venían, salían de todos lados como cucarachas de basurero. Algunos daban los daban por ciertos, otros los veían con cautela, otros los desdeñaban totalmente.
Al darse la designación de manera oficial, arreció la lluvia de descalificaciones… predijeron los peores augurios, vieron el futuro más negro de la historia, gritaron en silencio su enojo, furibundos despotricaron donde nadie los pudiera ver.
Al iniciar la legitimación interna, abandonaron el barco de manera temporal. Se dieron a desear. Había que buscarlos porque sino podían buscar nuevos horizontes, pensaron. Era común escucharlos repetir: “a mi no me han invitado, por eso no voy”, como si en su vida política hubieran sido tan corteses para aparecerse en las campañas.
Y siguieron torpedeando al barco, a pesar de ser o no ser invitados. Escupiendo veneno, descalificando, ¿Cómo era posible que no estuvieran ellos tomando las decisiones? Por lo tanto todo estaba mal hecho, mal arreglado, mal, mal, mal. ¿Y las soluciones? Nunca llegaban porque no tenían porque decirla, ya sea porque no las sabían, o porque no les daba la gana decirlas. Era mejor seguir criticando en la oscuridad de la conjura.
Transcurría la campaña y se acercaban a la foto. Terminando comían con el enemigo. Tomaban café, un rico desayuno y de postre candidato priísta a la plancha. “¿Cómo ves?, no’mbre la tienen re’ fácil, no levanta, el bueno es el jefe”.
Destrozaron lo que pudieron como un tornado. Siempre terminando con la frase, “pero ojalá y gane, por el bien del partido” como si tuvieran miedo de expresar su sentimientos por causa de un castigo divino, buscando expiar sus culpas, buscando redención por sus pecados.
Cuando llegó la tarde del 4 de julio, hubo emociones encontradas. No sabían si llorar o aplaudir. Llorar porque les nacía del alma que ganará el contrario, que ganara el que les garantizaba no solo una supervivencia política, sino hasta la posibilidad de trascender más allá. Se veían ya sentados en espacios de poder nunca antes soñados, definiendo desde adentro o desde fuera. Otorgando favores a todos aquellos que no se la habían jugado igual, seguro hasta algunos ya practicaban la forma de dirigirse a sus todavía compañeros de partido: “ni modo, yo te lo dije a tiempo, pero no te apures, yo hablo con el jefe y le planteo tu caso”. ¡Ah! Que bueno hubiera sido, cavilaban mientras en la antesala del partido, una encuestadora daba como triunfador al tricolor por una amplia ventaja.
Los días siguientes fueron decisivos para volver a sacar de nuevo el traje a la medida. Comenzaron a sonreír discretamente, como si quisieran carcajearse pero sus modales se lo impidieran. “se los dije”, fue lo menos que expresaban primero en susurros y luego de vuelta a los desayunos con postre.
Su regocijo llegó al clímax cuando comenzaron a golpear a quien encarnaba la figura de Judas. El que había traicionado lo sagrado, que había vendido por unas monedas los sueños de gloria eterna de muchos. Al verlo lastimado no sintieron compasión, sino lo vieron como un castigo divino, como si la naturaleza hubiera hecho justicia.
¿Y por qué no sales a defenderlo? Preguntó ingenuamente un militante. Con voz serena mirando hacia un costado, contestó el interrogado: “pues nadie me ha pedido que lo haga”. La venganza.
Y muchos volvieron la cara. Siguieron de frente, salieron de su escondite ideológico y hasta vendieron su alma. “gane el que gane, yo estoy bien con los dos”, expresaron con el acento de la sinvergüenza, con la convicción de la chamba segura, del veletismo político.
La espera del fin fue larga. El envalentonamiento fue decreciendo, los ceños se veían fruncidos. El reloj del presupuesto se iba acabando y la neblina no se disipaba. Los nervios crecían, el sudor frío recorría la frente hasta caer en los labios, esos labios que había gritado un nombre y susurrado otro.
Volvieron a abandonar el barco, saltaron por la borda con salvavidas puesto, asegurando la supervivencia, ya luego lo demás vendrá, “gane quien gabee, yo estoy bien con los dos”, retumbaba en su interior mientras dejaban que los llevara la marea.
El domingo 12 de septiembre las esperanzas se centraban en un milagro. Se aferraban al rumor, el chisme, el tan socorrido “la gente dice”, pero se les olvido que ellos eran esa gente, que ellos crearon ese monstruo y hoy no podía salvarlos, porque no existía.
Cayó la guillotina sobre la falsa esperanza. Terminó la función y no había permanencia voluntaria. Había que salir, las luces ya se habían encendido y todos podían verse las caras.
Apresurados fueron a lavarse la cara, cambiarse de traje y vestirse de pueblo. Salir de prisa, llegar primero…
En la colocación del bando solemne llegaron sonriendo con los dientes apretados, saludando a todos como si fueran viejos amigos que no ves en mucho tiempo. Los abrazos fraternos, empujones leves para llegar a primera línea, desplazando a diestra y siniestra, aguantando la respiración. Al estar al frente, una persona los mira fijamente, con un poco de extrañeza pregunta ¿Qué hacen aquí? La respuesta es unísona, como un coro bien ensayado: ¡Yo siempre estuve con Jorge! Enseguida pasa cerca de la valla el próximo gobernador y ya hay extendidas miles de manos extendidas…

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